miércoles, 19 de septiembre de 2012

Un metro sin calvos


Me preguntan a menudo qué es lo que más me llama la atención de México. Me encantaría entonces ser un tipo moderno y guay y contestar algo sobre culturas alternativas, modas urbanas o eso que llaman tendencias, aunque mi tendencia natural sea, justamente, huir de ellas. Pero para cuatro lectores que tiene este blog no les voy a andar engañanado. Lo confieso, me fijo en cosas rarísimas y una de ellas es que, entre otras cosas envidiables, los mexicanos tienen en general un pelo excelente.

Verán, he leído un poco sobre el tema. Los humanos más propensos a la calvicie son los de raza caucasiana, los blancos, para entendernos. Luego van los negros y los orientales. Y los de cabello más resistente son los indígenas americanos. En México, según las estadísticas, hay diez millones de indígenas puros, ninguno de ellos calvo, aseguran algunas webs (ya será para menos, aunque es verdad que nunca he visto ninguno). Y hasta el 95% de la población es, en el algún grado, mestiza, con lo cual un altísimo porcentaje ha heredado esos genes resistentes a la alopecia. (Aquí me gustaría incluir una foto estupenda de un mexicano de 100 años, pero como tiene derechos, la enlazo).

El asunto es evidente en algunas zonas de Estados como Chiapas, donde la población apenas se ha mezclado con el europeo, y en concreto en comunidades como San Juan Chamula, que tuve la suerte de visitar la pasada primavera. Allí es casi imposible encontrar un calvo. Es más, es muy difícil encontrar a alguien con entradas. Ni el padre, ni el abuelo ni, si me apuras, el bisabuelo. Y en general tienen pocas canas y ya a muy avanzada edad. Las mujeres ya ni les cuento. Tienen la cabeza totalmente tapizada de un pelo bellísimo: totalmente negro y muy brillante.


En el DF, donde ha habido mucha más mezcla con el europeo, la cosa cambia, pero va por barrios. Desgraciadamente, en México, como en la mayoría de países sigue habiendo cierta correlación entre razas y clases sociales. El país tuvo al primer presidente indígena del mundo (que no es Evo Morales, sino Benito Juárez siglo y medio antes) y otro mestizo al frente de la nación durante 35 años (Porfirio Díaz). Pero predominan con mucho los tipos más claros entre las clases altas, mientras que los de las razas nativas ocupan por lo general las capas sociales más bajas. Triste, pero es así.

El resultado, según me he fijado, es que en los barrios más pobres hay muchísima menos alopecia que en las zonas ricas de La Condesa o Polanco. Y en el metro, medio de transporte habitual de las clases populares, es relativamente difícil encontrar un calvo. Humildes sí, pero con un pelo estupendo. Y se los digo yo, que cuando viajo en el suburbano y no tengo sitio para sentarme y leer (lo más habitual) me entretengo admirando, con envidia, las cabelleras que tiene la gente.


(Abro paréntesis para recordar que el progresista presidente de Bolivia Evo Morales llegó a decir que en Europa hay calvos y gays porque comemos pollo con hormonas. Sin comentarios).  

A la espera de adquirir algo de la frondosidad capilar mexicana, aunque de momento aguanto bastante bien, sigo aquí una costumbre que adquirí en Madrid: ir a peluquerías de barrio, cuanto más sencillas y auténticas, mejor. Harto de salones de belleza que me cobraran el triple y me dejaban igual, encontré una barbería estupenda en Chamberí, la única superviviente del siglo XIX según me enteré luego, donde los peluqueros hablan de cosas intrascendentes y a la vez interesantes (fútbol, el tiempo) y te ventilan el cerebro saturado por horas de sesudas reflexiones en el periódico. Y si notan que no quieres hablar, respetan tu silencio, como aquel barbero que según el guionista Rafael Azcona preguntaba a sus clientes: “¿Con conversación o sin conversación?”. Y al que quería charla, le repreguntaba: “¿Dándole la razón, o con controversia?

Pues bueno, aquí he encontrado ya un par de locales que me parecen ideales para confiarles mis reservas estratégicas de cabello. Una, la peluquería Internacional, junto a la avenida Insurgentes, reúne todos los requisitos: letrero con barras azules, rojas y blancas a la puerta, sillas de skay y revistas con muchas fotos y poco texto. Al barbero le pido no solo que me corte el pelo, sino que me afeite a navaja, me rasure unos pelos que me salen por encima de las orejas (lo sé, no es nada sexy lo que cuento) y que me arregle las cejas. Lo que yo llamo, un completo. Sale uno de allí más fresco que del confesionario.

El propietario de la peluquería Internacional también tiene muy buen cabello, lo cual es un punto a su favor, aunque dudo que se lo arregle a sí mismo. Y en ese sentido gana puntos otro sitio, más bizarro, que queda a cinco minutos de casa. No tiene letrero en la puerta. Como la otra, parece que no ha sido reformada desde los tiempos de Porfirio Díaz. Y además está regentada por dos señores bastante mayores que lucen unas cabelleras que habrían despertado la codicia de Toro Sentado. No les he preguntado si se cortan el pelo el uno al otro. Pero la imagen de esas matas de pelo blanco desafiando al tiempo y a la ley de la gravedad son para el local la mejor publicidad posible.


Foto del Metro: Hector García 
Foto de los indígenas: Do Ho

sábado, 1 de septiembre de 2012

Colibrito se pone las botas


Mi buena amiga Elena León -lectora de Puesfijate en los tiempos en que se actualizaba como dios manda- dice siempre que para ella el año empieza en septiembre. Que ése es el momento para hacer balance, buenos propósitos y tomar decisiones. A lo mejor lo piensa porque ha sido estudiante hasta hace poco (¿o lo sigue siendo?) y es verdad que cuando éramos alumnos la fecha clave era el inicio del curso. Da igual, la cosa es que le he hecho caso y después de siete meses de trabajo muy duro para arrancar nuestro proyecto mexicano he tomado este 1 de septiembre como referencia para cambiar algunas cosas. Una, hacer deporte. Dos, salvo obligación profesional, escribir las cosas que me apetezcan. Tres, retomar este blog. Cuatro, tocar más el piano (me compré uno eléctrico en España y pretendo retomar las clases con mi querido Óscar, por Skype). Cinco, ser mejor persona, que el mundo está muy necesitado de bondad. Y seguro que hay más cosas, pero ahora no me acuerdo.

Así que hoy tocaba volver a escribir aquí. Pero después de dos meses y medio de inactividad tengo miedo a las agujetas y escribiré algo sencillito. Un post para contarles como va una historia de la que les hablé hace unos meses: mi relación con el colibrí (bautizado como Colibrito, aunque no sé si es macho o hembra, no tengo tanta vista) que da vueltas y vueltas alrededor de mi piso en el DF. Pues bueno, les cuento que nuestra amistad ha dado un paso más. Que ahora no nos limitamos a mirarnos. Que me visita varias con frecuencia y que he logrado que la ventana de mi cocina se convierta en uno de sus lugares favoritos. Y que, aunque les resulte un poco pueril, me hace bastante compañía.

Yo empecé el acercamiento. La Condesa, el barrio donde vivo, sede de las escuelas caninas de las que les hablé, ama a los animales. Y en sus tiendas para mascotas encontré un artefacto insólito: un bebedero para colibríes. Lo compré, bastante escéptico, junto a una botella de un néctar que supuestamente les encanta a estos pajaritos. Al principio no venía. Comprobé que el néctar estaba caducado hacía un mes -¿sería tan exquisito el condenado?- le compré otro envase... y finalmente, una mañana, lo sorprendí bebiendo del pesebre colgante ese. Desde entonces no ha hecho más que coger confianza. Viene a cualquier hora batiendo las alas como un helicóptero (hay que verlo al natural, los fotogramas de vídeo no captan la velocidad), mete el piquillo por el agujero y ¡venga a ponerse las botas! Si me muevo, sale volando, pero cada vez se asusta menos. Hasta lo veo más gordo.
Un amigo, que me debe ver un poco solo, me preguntó ayer que por qué no me compraba un gato. ¡Pero qué tendrá el colibrí que envidiar a otras mascotas! No araña. No mancha. No hace caca dentro de casa. No hace ruido. No me da alergia su pelo. No es previsible: uno más o menos sabe dónde está su gato o su perro, encima del sofá, debajo de la cama. Lo llamas y viene. Pero yo no sé nunca cuándo va a aparecer el colibrí. A veces pasan dos o tres días y no lo veo. Y me preocupo. De pronto me olvido. Estoy preparándome el café de la mañana y entre legañas lo veo llegar. Y aunque suene muy infantil, esa alegría inesperada que trae en su vuelo me deja sonriente un rato.